
Especial En busca de la identidad perdida: el desconcierto literario en la construcción del yo contemporáneo
Tim, la reciente novela de Ray Loriga, comienza con un hombre que no recuerda quién es ni dónde está, y que ni siquiera tiene fuerzas para levantarse de la cama. En la novela más abstracta hasta la fecha del escritor de Héroes y Tokio ya no nos quiere, asistimos a un devenir mental de alguien que a ratos se esfuerza por saber quién es y qué hace en el mundo, y otros tira la toalla. El tema central de la novela, o uno de ellos, parece ser la identidad. Como descubriremos en su sorprendente desenlace, todo era un juego vano. Nunca sabremos quiénes somos de manera completa, y quizás no sea posible en ningún caso, porque estamos cambiando continuamente. Y, sin embargo, uno de los temas literarios más candentes es el de la identidad.
El concepto del yo siempre ha estado presente en la literatura, siempre asociado a los tiempos. Si en la antigüedad el yo era una imposición del destino o los dioses, que atormentaba a aquellos que osaban salir de lo que estaba escrito para ellos, más adelante se convirtió en un dilema eterno, ejemplificado en el ser o no ser de Hamlet. Pero la llegada del siglo XX trajo consigo una nueva forma de afrontar la literatura, metiéndose en la cabeza del narrador y reproduciendo el discurso mental del mismo. Del Ulises de Joyce a la Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, los autores nos adentraron en la mente de los narradores, con sus dudas, digresiones y elucubraciones, haciendo que la propia construcción del personaje se desplegase ante los lectores.
Buscar el yo en un mundo cambiante
En los últimos años, esa construcción del yo narrador se va acercando a la construcción del yo social, al lugar que ocupa alguien en un mundo que va a un ritmo que no podemos comprender. Ese proceso lo hemos visto desde el desarraigo de alguien que no se siente ni de un país ni de otro, como en Americanah de Chimamanda Ngozi Adichie, hasta la ciencia ficción, que se pregunta cuáles son los límites de lo humano y lo tecnológico, como en Los empleados de Olga Ravn, en el que se mezclan los testimonios de personas y humanoides sin que sepamos discernir a unos de otros.
Esa búsqueda, en pleno desconcierto, nos lo muestra trasladado a una experiencia más cercana Andrea Genovart en Consumir preferentemente. A través del flujo de pensamiento de su protagonista, plagado de frases hechas, coletillas y eslóganes publicitarios, asistimos a cómo una joven en una gran ciudad busca su sitio entre la precariedad de una sociedad capitalista extrema y la imposibilidad de sentirse parte de ninguno de los grupos identitarios que se despliegan a su alrededor.
Esa búsqueda, desde una perspectiva completamente diferente, es la que persigue la protagonista de La mala costumbre, de Alana S. Portero, esta vez con la sexualidad como punto clave, surcada por la experiencia de vivir en un barrio obrero de una gran ciudad en el que no se encuentran referentes, en la que ha sido una de las obras más celebradas de la literatura en español de los últimos años.
Ese desconcierto del individuo moderno en cuanto a qué es y qué lugar ocupa no solo lo refleja la narrativa, sino también el ensayo. El años pasado, Lola Pérez Mondejar ganó el Premio Anagrama de ensayo con Sin relato, en el que esta psicoanalista y escritora alborada cómo la economía de la atención y la incapacidad para profundizar en el propio pensamiento en una sociedad que prima la rapidez y la gratificación inmediata sobre la reflexión y el autoconocimiento.
La ironía de esta desconexión no podría llegar en un mejor momento. En un momento en el que la Inteligencia Artificial aspira, por primera vez no desde la ficción sino desde el mundo tangible, a alcanzar lo humano, los antiguos humanos seguimos buscándonos a nosotros mismo y ansiando ocupar un lugar claro en el mundo. Lograrlo o no es algo que solo depende de cada uno, o de su capacidad de autoengaño, pero la literatura se está encargando, y nada parece pensar que deje de hacerlo, de contarnos el proceso.